Ayer llegué a la casa sólo para encontrar un sobre gris en el buzón, cualquier cosa enviada en un sobre gris no debe traer buenas noticias, así que lo abrí con un poco de inseguridad. En el interior, una carta en el mismo tono de color del sobre me informaba de la muerte de mi abuelo Gabriel, firmada por un nombre que no reconocí. No me sorprendió tanto el hecho de no haber recibido noticias de su fallecimiento por alguien de la familia, sino el hecho de figurar en su testamento.

Mi abuelo Gabriel se había hecho de enemigos en la familia, después de obtener una copiosa fortuna de forma desconocida, y dilapidarla en las cantinas a lo largo de los años. De hecho, don Gabo nunca salió de las cantinas, sus hijos suponían que había ganado su dinero del juego y las apuestas. Cada mañana salía con el mismo traje color ocre y su maletín, y regresaba casi llegada la madrugada, a veces con su maleta llena de billetes, a veces golpeado y visiblemente borracho.

Decidí emprender el viaje a la Ciudad de México, guiado un poco por la curiosidad morbosa de mi legado, y otro tanto por el hecho de poder desenterrar algo de conocimiento alrededor de la enigmática figura de don Gabo. Mi arrivo a la vieja casa de mis abuelos fue extraño, no había puesto mis pies sobre sus pisos de ladrillo hacía muchos años, y me parecía un excesivamente nostálgico regreso a la infancia. La lectura del testamento tuvo lugar en el estudio de la vieja casona, en una sala vacía, únicamente el albacea y yo. Ismael Samperio, notario público, había conocido a mi abuelo en una de sus aventuras de cantina, únicamente me dijo que mi abuelo nunca había sido jugador y sus frecuentes viajes a las tabernas eran debido a la naturaleza de su negocio, no me dió nombres, tampoco direcciones de conocidos, únicamente se limitó a leer el documento redactado por el viejo. Unas horas después iba en un avión de regreso a casa, con más dudas que cuando partí, y una enorme y pesada maleta de piel la cual parecía estar sellada por dentro.